Hace 20 años, era estudiante y trabajaba como cantinero en una conocida y concurrida barra del Viejo San Juan. Durante las Fiestas de la Calle San Sebastián del 2000, tuve una situación incómoda y en extremo desagradable con una compañera de estudios, a quien para proteger su identidad llamaré “Rubia”, que se pasó de tragos y se puso cachondita. Llevábamos una relación cordial de compañeros de Facultad, intercambios de palabras casuales en los pasillos, acompañados siempre de otros estudiantes. Nunca estuvimos solos, pero, ella solía entablar conversaciones conmigo, aparte de los demás; algo que me parecía grosero. Teníamos nuestros respectivos números de teléfonos y direcciones de correo electrónico, únicamente por razones de estudio, nada de intercambios extracurriculares ni personales de ningún tipo.

Durante las conversaciones que sostuvimos, ella siempre mostró algún interés adicional al académico, ya que me invitaba al cine y otros lugares, y en todas me recordaba cuan “guapo” era, lo repetía al menos dos veces; algo que me desagradaba, ya que ella no me parecía para nada atractiva. Confieso que en aquellos días yo tenía físico de atleta de alto rendimiento y la mujer en cuestión estaba algo fuera de mis gustos. No que me creyera Steve McQueen, pero el hecho de tener los abdominales definidos me permitía darme el lujo de pecar con superficialidad a la hora de escoger con quien quería relacionarme, y ella no cumplía con los requisitos mínimos para otorgar mi consentimiento.
El último día de las fiestas, llegó con unas amigas suyas que no estudiaban en la facultad, andaban saltando de barra en barra y ya estaban algo bebidas.
―Hoy te llevo para mi casa. ¿A qué hora sales? ―fue lo primero que me dijo.
―Muy tarde, mejor te vas a descansar, se ve que lo necesitas ―contesté.

Tomaban bastante rápido y ella era quien ordenaba los tragos. Cada vez que me llamaba, se recostaba sobre la barra y, sonriendo picarona, me mostraba sus implantes tamaño doble D, no llevaba sostén y podía verlos bailar al alcance de mis manos; la verdad es que estaban grandes y algo ordinarios. Con los años en el negocio de las cantinas aprendes a escuchar por encima de la música y los ruidos, cuando me alejaba la escuchaba alardear con sus amigas, acerca de que me llevaría para su casa esa noche y todo lo que me iba a hacer. Le pedí a mi compañero Luis que las atendiera porque ya me resultaba desagradable aquel acoso tóxico (como se dice hoy día) por parte de la babosa de Rubia y sus amigas, que también comentaban y le daban sugerencias acerca de qué más hacerme.
En algún momento de la noche fui al almacén a buscar unas botellas y no me percaté de que me siguió. Al entrar tampoco me di cuenta de que se escabulló detrás de mí y cerró la puerta. Me volteé al escuchar la cerradura y allí estaba, con la camisa abierta y ambos senos al descubierto. ¡Santa virgen madre de Lucifer, eran enormes aquellas ubres de quirófano! Se me abalanzó encima, casi caemos. Comenzó a besarme en los labios y la cara, su lengua se movía como el rabo de un can en plena contentura. La sorpresa no me permitió reaccionar de inmediato, sólo le decía: “Para, para que estoy trabajando”. Me agarró una mano y la puso sobre su seno izquierdo y ella misma la apretó, lo solté de inmediato. Estaban como para llevárselas a la boca, pero ella no me gustaba. Por más apetecibles que tuviese las tetas, no era suficiente para hacerme obviar el resto, en especial la personalidad. Dije no, pero, ella seguía. Me lamió el rostro, me agarró la verga y trató de meter la mano dentro del pantalón, decía que se lo hiciera allí mismo.

Me dio un poco de trabajo quitármela de encima y, cuando lo logré, a todo galillo me gritó: pendejo, grosero y maricón; media barra la escuchó. Agarrada a las paredes y dando tumbos, se abotonaba la camisa, mientras caminaba hacia sus amigas; se marcharon sin pagar. Quienes vieron el incidente rieron por largo rato, yo también reí con algo de pavor. A la semana nos encontramos en la escuela y se disculpó, “estaba borracha”, dijo con vergüenza. Durante ese año 2000, el incidente se repitió, con todo y senos, dos veces más y en lugares distintos; para todas se disculpó con la excusa del alcohol.
La semana pasada, la Gobernadora nominó a Rubia para Juez del Tribunal Apelativo de Puerto Rico, el segundo Foro Judicial más importante del país. En vista de los cambios y nuevas tendencias del mundo, me pregunto si debo reportar esa conducta inapropiada de Rubia cometida hace veinte años, en la que, la nominada, se comportó como una ebria acosadora, lasciva, hembrista-misandrista y violadora (si usamos esa palabra con la liberalidad con que se usa hoy día). Me siento como la profesora Blasey Ford en el caso del Juez nominado por Donald Trump, Brett Kavanaugh, a quien la dama acusó públicamente por actos ocurridos hacía casi tres décadas, muy similares a los cometidos por Rubia hacia mí.

Soy un dinosaurio de la década del 70, no comprendo ciertos problemas postmodernos y llevo días preguntándome qué hacer, sin que mi análisis me arroje una respuesta razonable. Ahora le pregunto a todo el que quiera contestar: ¿Tengo un deber con la lucha por la igualdad y las víctimas de la violencia de género o debo callar y usar la discreción, ser el caballero que me enseñó mi madre y no comentar acerca de la integridad de una mujer?
Aunque trato de pensar en otra cosa, por más de una semana escucho en mi cabeza la misma línea, como una consigna coreada que se repite hasta la náusea:
“No me importó lo que me hacía ni lo que hablaba ni como vestía, le dije “no” y ella insistió…”.

(PD: La pasada historia es pura ficción, que nadie sea tan «Cándido» como para salir a buscar rubias pechugonas en las listas de nominaciones a la Judicatura.)