
No soy animal-lover, pero, por asuntos de compasión y responsabilidad tenemos seis perros y un gato, además de dos gatos de la vecina que también comen en casa. Preocupados por los asuntos del Covid-19, la cuarentena y aterrorizados por la posibilidad de un contagio, necesitábamos comprarles comida y vimos un anuncio de una famosa tienda para mascotas, la de apellido «Smart», decía que, si comprabas los artículos por la internet, no había que entrar a la tienda ni exponerse, sólo llamar, estacionar, abrir el baúl del vehículo y los empleados se encargarían de subirlo todo.
Ante la situación de prevención, nos pareció excelente idea. Se hizo la orden, se pagó y al otro día, fui a recogerla. Frente a la tienda, llamé al número que me dieron y nadie contestó; traté tres veces. Siento un odio generalizado hacia la humanidad y detesto el contacto social, estos días de toque de queda han sido lo más cercano al mundo perfecto; por eso, bajarme y entrar, cuando el acuerdo era otro, comenzó a saberme a mierda, a mierda y peligro.

Con mascarilla y guantes puestos entro al establecimiento, hay cinco empleadas, una en la caja resgistradora y las otras recibiendo a la gente con hand–sanitizer, además de algunos siete clientes andando por la tienda. Digo cinco empleadas, ya que las cinco parecían mujeres, no se trata de asumir el género de nadie. La mayor tenía unos 27 años, las otras estaban entre los 18 a los 22; todas, excepto la de 27, tenían tatuajes y una de ellas, la más corpulenta y de rasgos menos femeninos, tenía un pañuelo morado y uno verde, enrollados en la muñeca; ninguna tenía máscara y sólo tres tenían guantes.

Pregunté por la orden y después de una pelea a dedos con una tableta que no respondía, al fin, encontraron mi nombre en el sistema. Tardaron unos quince o veinte minutos en identificar la reservación, que contenía dos sacos de comida de perro de 55 libras cada uno, uno de gato de 16 y una caja de arena (litter) de 30. Las 156 libras de la orden estaban repartidas en dos carros de compra. Las dos jóvenes que empujaron los carritos, apenas pesaban 100 libras cada una; los dejaron frente a mí, me dieron las gracias y de inmediato la espalda. Me quedé quieto mirándolas con cara de: “¿Y entonces?”. Las cuatro que estaban frente a la puerta me devolvieron la mirada como diciendo: “¿Te puedes ir?”.
Algo avergonzado, porque no soy el tipo a quien le gusta ser imprudente, les pregunto: «¿Quién me lleva esto al carro?», ese fue el servicio que se ofrecía en la página y por el cual llegué hasta allí. Se miraron entre ellas y, para mi sorpresa porque era quien más lejos estaba, la de los pañuelos enrollados y más corpulenta de todas, es quien responde, con un tono hostil y un acento con jerga tipo slang, que pensé que al final diría un “bite papi”, me dijo: “Caballero, hoy no tenemos a los varones que se encargan de eso”. Nada más, ni una disculpa, ni un le ayudamos entre todas, nada, y, encima, con una mirada acusadora que parecía gritarme: “El violador eres tú”.

Ante la evidente decepción que me provocó el saber que me habían cogido de pendejo con un anuncio que parecía demasiado bueno para ser cierto, le pregunto a la joven del brazalete de pañuelos: “¿Quiere decirme usted que, cargar es un trabajo sólo para hombres?”. Como siempre pasa cada vez que se les aplica la lógica a los supuestos absurdos del posmodernismo, la joven no supo que contestar, esbozó un “jum”, que no sé si fue un gruñido de duda o la falta de una respuesta.
Por un minuto pensé en reclamar mi derecho previamente pagado y exigirles, a las cuatro, que entre todas cargaran, paquete a paquete, las 156 libras. Pero, la realidad es que soy demasiado caballero y muy pendejo para eso. Y, simplemente, les contesté la pregunta que antes les hice: “Parece que sí, vivimos en un mundo con roles claros; sólo que a veces se nos olvidan; así que me toca cargar”. Lo dije mirando a los ojos a la dama de los pañuelos en la muñeca y los tatuajes con dibujos tan complicados que eran imposibles de identificar. Mire a las otras, las dos flaquitas, también tatuadas y evidentes representantes del woke, miraban al suelo. La de los 27, no tenía tatuajes visibles y era la más “femenina” o delicada de todas, me miraba con lástima y, con un ligero movimiento de labios y una tenue sonrisa, me dijo: “Lo siento”. “No te preocupes”, le respondí con un gesto el más amable que pude; un gesto con el que se aceptan las realidades físicas y los roles que nos da la naturaleza. Me di por pago con la disculpa disimulada y con la mueca de odio e ignorancia que tenía la de los pañuelos que, al parecer, seguía pensando qué contestar.

Fui al carro, busqué una botella plástica con alcohol y un atomizador para desinfectar los artículos lo mejor posible. Al agarrar las bolsas y echármelas encima, me rozaron los brazos, los hombros y hasta parte de la cara, al hacer la fuerza para cargar, uno de mis guantes se rompió. De más está decir que sentí un terror frío bajarme por la espalda; hoy día un guante roto, asusta más que un condón que se rompe en pleno acto. He mantenido todas las precauciones posibles durante las pasadas dos semanas de claustruo y sé que, el único lugar en donde pude estar expuesto directamente por contacto, fue esa tienda, manejada por jóvenes despreocupados
La culpa no fue mía, ni donde estaba ni como vestía, pero, el que cargó fui yo… Cuando veo y vivo ese tipo de experiencia que pone en evidencia la hipocresía de una sociedad que te exhorta a seas todo lo que quieras, en especial todo lo que nunca podrás ser, mi lado femenino, ése que tanto me dicen que debo usar para entender, me grita: ¡Nos están matando!

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