Sin rastro
Por: J.A. Zambrana
(Derechos Reservados)
Eran las 12:30am del 8 de marzo de 2014, cuando Huan Heng, una ingeniera china, radicada en Kuala Lumpur, Malasia, se despedía de su hijo Ping, segundos antes de que este abordara su vuelo con destino a Pekín. El niño de sólo 10 años, vivía con su padre en la capital china, en una provincia, conocida como Huayang Lu, muy cercana del estadio en que se celebraron los juegos olímpicos del año 2008. Durante fines de semana largos y otros días especiales, viajaba a visitar a su madre, quien por razones de necesidad económica, se vio obligada a mudarse por tiempo indeterminado a territorio malayo. Se despidieron como siempre, con largo abrazo; con los rostros pegados, creando un triste surco de lágrimas, en el que se fundían los cauces de sus respectivas tristezas.
–¡Recuerda llamar! ¿Me llamarás tan pronto llegues? Sabes que la espera me pone muy nerviosa; además, no me gustan los aviones –decía insistente la mujer.
–Sí mamá, sabes que te llamaré, siempre te llamo –respondía con pesar el chico–. Voy a llegar bien.
Ella lo besó con fuerza, lo abrazó tan fuerte que sintió que si apretaba podía dejarlo sin aire. Lo vio alejarse entre la gente, como todo un hombre completo, pero de tamaño reducido; con la seguridad y firmeza que ella nunca tuvo a esa corta edad. El giró la cabeza y le lanzó una muy tierna mirada, acompañada de una sonrisa, que parecía decir: “Tranquila mami, todo va estar bien”. Aunque en el fondo estaba triste, se sintió plena tras aquel despliegue de amor que recibía, telepático, sin palabras. Con rapidez, Huang se dirigió al área del mirador, desde donde la gente observa la pista de despegue, y no se movió de allí hasta que vio elevarse el avión en el que viajaba Ping. Sus ojos se nublaron otra vez, cada despedida era más difícil que la anterior; respiró profundamente y se marchó con resignación. Siempre se preguntó si su sacrificio tendría buenas consecuencias; sentía que se perdía lo mejor de la vida de su hijo.
Al igual que las despedidas, el proceso de esperar la llegada del chico, a los brazos de su padre, era cada vez más duro. Los minutos eran siglos y cada hora era una eternidad en sí misma; eran sólo las 12:45 de la madrugada, tenía que esperar cinco eternidades y media, antes de volver a escuchar la voz de su niño. Se subió a su vehículo y desde el teléfono móvil, llamó a su esposo y le informó que Ping ya estaba de camino. Luego se fue a su casa y a falta de sueño, por exceso de ansiedad, decidió dedicarle esas deshoras a su trabajo, y se concentró tanto como se lo permitieron sus nervios.
Al menos cada diez minutos, recordaba que su hijo estaba sentado en la butaca de un avión, haciendo quien sabe qué cosa. Lo imaginaba escuchando música en su reproductor; viendo la película que pasan en las pantallas de la nave, seguramente alguna estrenada mucho tiempo atrás. También lo veía totalmente entretenido con los juegos de video de su tableta electrónica. Pensaba, que a pesar de todo, del dolor de separarse, era maravilloso recordar a su pequeño, su pasatiempo favorito; solía alardear con su sus amigas, decía que el saber que semejante espécimen humano, tan cercano a la perfección, había salido de su cuerpo y llevaba su ADN, era su más grande orgullo; una poesía con vida propia y versos que parecían sonrisas.
A las 5:50, cuarenta minutos antes de la hora prevista para la llegada, Huan llamó nuevamente a su esposo:
–Recuerda buscar al niño al aeropuerto, ya casi llega.
–Si cariño, lo haré –contestó con un tono muy similar al de Ping, horas antes, cuando ella le insistía que le llamara al llegar–, ya estoy a punto de salir al aeropuerto.
–Recuerda llamar tan pronto esté contigo, sabes que esta espera me mata de mala forma.
Después de colgar, volvió a llamar siete veces más, hasta asegurarse que su esposo estaba sentado en el salón de espera del aeropuerto de Pekín. Unos minutos antes de la hora de aterrizaje, recibió una llamada de su esposo, que le decía que por razones desconocidas, el vuelo estaba atrasado y no había hora aproximada de llegada. Un frío abrasivo recorrió todo su cuerpo; soltó unos documentos que leía y sintió su rostro hincharse, como si toda la sangre se le hubiese concentrado en la cara. Bombardeó al hombre con una avalancha de preguntas sin sentido y sin respuesta; apenas le permitía contestar, no quería escuchar su única y desconcertante respuesta a todo, un seco “no sé nada”, que se le colaba a las tripas y le causaba imposibilidad de movimiento; un pánico que la petrificó. Después de varios minutos de sudor helado y los peores pensamientos, se incorporó y sin pensarlo se marchó al aeropuerto.
Al llegar al mostrador de Aerolíneas Malasia, pasó por el lado de una larga fila de personas que esperaban su turno, y sin esperar el suyo fue directo a uno de los empleados. Con voz desesperada, preguntó:
–¿Alguien puede decirme a qué hora aterriza el vuelo MH370, destinado a Pekín?
El empleado cambió su expresión, fue como si le hubiese hablado un fantasma, y tratando de que el resto de las personas en la fila no escucharan, le dijo en voz baja:
–Por favor, diríjase al próximo mostrador, y allí le trasladarán a una oficina que tiene la información que busca.
–¿Y por qué no me la puede dar usted? Es información de rutina y que comúnmente obtengo en éste mostrador.
–No estoy autorizado, señora. Por favor, vaya al lado, le aseguro le ayudarán –dijo el empleado, casi con lástima en la voz.
La trasladaron a un enorme salón de conferencias, en el que había unas quince o veinte personas más, todas haciendo la misma pregunta: “¿Cuándo aterriza el vuelo MH370”? Aunque el acondicionador de aire funcionaba a máxima capacidad, la mayoría de los presentes sudaba, se veía la desesperación en sus rostros. Algunos de los que estaban sentados parecían rezar, otros caminaban nerviosos. La espera, se hacía más engorrosa con cada segundo, y ningún funcionario de la aerolínea llegaba a dar las explicaciones que todos esperaban. El salón se fue llenando rápidamente; seguían apareciendo familiares de los pasajeros. Chinos, malayos, americanos: gentes de etnias y nacionalidades diversas, compartiendo un mismo sentimiento de pérdida y ansiedad.
Cuando llegó el representante de la compañía, los presenten lo atosigaron con preguntas, que este no contestaba. Una vez frente al grupo, esperó que todos guardaran silencio, y comenzó y su escueta y cruel explicación:
–Buenos días, mi nombre es Han-Jing Lu, trabajo para Aerolíneas Malasia. La información que voy a brindarles, es preliminar y confidencial, les pido por favor que lo tomen con la mayor calma posible. En la medida que obtengamos otros datos, se la haremos llegar con prontitud –respiró profundamente, y continuó–. El vuelo MH370, con destino a Pekín, desapareció de los radares civiles, aproximadamente dos horas después de su despegue. No sabemos el porqué, ni como sucedió. La última transmisión del piloto, se recibió cuarenta minutos después de tomar vuelo, sus palabras fueron: “todo bien, entendido”. Una vez entraron el espacio aéreo de Vietnam, perdimos contacto. No entraremos en el juego de las especulaciones, así que no ofreceremos otra declaración hasta tanto tengamos todos los datos concretos.
El hombre continuó hablando, pero Huan ya no escuchaba nada; cuando terminó la explicación, un millón de preguntas atacaron la mente de la mujer; sentía terror. Su amor de madre, le decía que tuviera fe, que todo era un error y pronto aparecería su hijo sano y salvo, que era cuestión de segundos para que su móvil sonara, con Ping al otro lado de la línea. Pero su conocimiento acerca del mundo en que vivimos, le hacía sentir náuseas, mareos. Los conflictos bélicos y religiosos de los países cercanos, que nada tenían que ver con su pequeño, tomaban víctimas inocentes en nombre de dioses y libertad. Conocía los peligros de la región, y a pesar de su fe (que se tambaleaba en ese momento), su realismo pragmático, no le permitía dejar de pensar lo peor.
Salió a toda prisa del salón, sin importarle con quien tropezaba. Caminó, casi corrió, despavorida y sin rumbo. Sin darse cuenta, llegó al terminal, en el que hacía poco más de diez horas, había visto a su hijo por última vez. “Por última vez”, se dijo, mientras con su alterado estado, revivía aquel momento; recordaba la última mirada plagada de ternura; recordó la hermosa sonrisa de ángel con la que se despidió, y hasta escuchó en su perturbada cabeza, aquellas últimas palabras que Ping le trasmitió con su gesto. A penas terminó de recordar, cayó de rodillas en el suelo, descompuesta por el llanto.
Nunca se supo que fue del vuelo MH370, un conglomerado de países realizó una intensa búsqueda, que se extendió por largos meses y costó millones de dólares. Fueron muchas las teorías y especulaciones que se desarrollaron: terrorismo, fallas mecánicas y errores humanos, pero ninguna fue concluyente.
Huan nunca regresó a China, su esposo trató de convencerla pero fue inútil, se quedó para siempre en Malasia, ya que fue allí donde vio a su hijo por última vez. Su mente y su cordura cambiaron de forma, y cortó sus lazos con la realidad, refugiándose en un pequeño espacio en su cabeza, colmado de recuerdos. Casi a diario visita el aeropuerto y se sienta en la sala de espera del terminal, frente al pasillo desde donde puede ver con claridad y casi tocar el recuerdo de su pequeño. Lo ve exactamente como lo dejó la última vez, y hasta lo escucha repetir aquella frase telepática que le dijo con tanta ternura: “Tranquila mami, todo va estar bien”.
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