Cándido y los “porsiacaso”

Por: J.A. Zambrana

(Derechos Reservados)

          Hola me llamo Cándido A. Teopráctico, seguro que no me recuerdan, porque nadie me presta atención cuando hablo. Antes que nada, aclaro que respeto las creencias religiosas genuinas de las personas (sólo las genuinas), sin necesidad de estrujarle a nadie mi superioridad de pensamiento. Es cierto, nadie escucha a los ateos, aunque vengan con diplomas de Harvard, palabras de razón y hasta evidencia científica. Estoy seguro que se debe a que algunos se han pasado de creídos y sabiondos, al señalar lo absurdo que la mayoría religiosa no puede o no quiere ver. Ahora, si traes la Biblia bajo el brazo y el razonamiento que viene de Dios, no necesitas ni diploma de escuela secundaria, para convencer, de lo que sea, a esa misma mayoría; incluso hacerles creer las más atroces locuras. No soy ateo porque esté de moda, ni porque me haga lucir intelectual, y respeto lo que hace feliz el alma de cada quien, pero tiro la línea y me río de esos que le rinden culto a la inseguridad y la ambivalencia, y que, con orgullo, se hacen llamar “agnósticos”. Que bien deberían llamarse los “porsiacaso”. Yo les llamo los “porsiacaso” porque no creen en nada, pero creen que puede haber algo, así que “porsiacaso” no descartan nada, cosa de que si la nada al final es algo, y terminan parados frente alguna deidad, extraterrestre, algún plato de pasta o lo que sea que sea Dios, poder decirle “oye viejo, yo nunca descarté tu existencia”. Pretenden que con eso se les reclasifique la herejía como delito menos grave, con una probatoria de servicios comunitarios celestiales.

          No creo, simplemente porque no creo; no siento eso que llaman fe, y me parece gracioso ver como muchos se vuelven locos tratando de sentir, y otros que saben que nunca sentirán, fingen malamente eso que no saben cómo se siente. Me recuerdan a aquellos chicos del colegio que no toleraban el alcohol y derramaban sus tragos cuando creían que no los miraba nadie. Después para hacerse los simpáticos, dramatizaban una mala y ridícula borrachera, y al final terminaban luciendo más patéticos que los borrachos honestos. Pero mi ateísmo no me vuelve idiota (no importa lo que digan algunos de mis amigos cristianos), tampoco me hace intolerante, para aceptar las barbaridades de pensamiento, quiero decir, las creencias religiosas de otros. Vengo de una familia católica, y mi vieja visita la iglesia siempre que la salud y las piernas se lo permiten. Décadas atrás, literalmente, me arrastró para que cumpliera con los sacramentos, que eran para ella tan importantes como las calificaciones del colegio. Hasta me ofreció de voluntario (sin mi voluntad) para servir en la liga de extraordinarios monaguillos.

          Que difícil era seguir el juego de aquel ritual en el que nunca creí, y encima vestido con aquella bata antigua de terciopelo blanco, con una enorme cruz dorada en la solapa y olor a polvo de closet. Era como pensar una idea en un idioma y articularla en otro que no hablaba muy bien…

  Para la historia completa:                                                        Simplemente Cándido, pronto en librerías…

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