Cándido y el “saxo” del Primer Ministro

Por: J.A. Zambrana

(Derechos Reservados)

          Sentado en un banco frente al viejo muelle de la ínsula, un anciano a quien llamaban Cándido, que en el pueblo se decía que estaba loco, contaba una historia a varias personas que, muy atentas, escuchaban acerca de las hazañas de un pasado Primer Ministro y su saxofón.

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         La ínsula era toda preparativos y algarabía. Ya llegaba el Festival Nacional de Música Clásica, y el Primer Ministro, Macondino Baratario, era (como siempre) el invitado de honor para tocar el saxofón. Sus correligionarios (y otros tantos desconocedores de la estética musical) no disimulaban la euforia y la emoción de ver al dirigente tocar aquel hermoso instrumento dorado y brillante como su carrera política. Fuera de la ceguera tribalista, no era secreto para nadie que la auto-inclusión en el famoso festival, era una maniobra burda, motivada por estrategias de propaganda que nada tenían que ver con talento. Sus allegados más fieles coincidían en que su presencia en ese tipo de eventos, lo hacía lucir como un hombre de estado; una buena forma de hacer que la gente olvidara otras cosas del régimen (algunos abusos y otros malos y constantes usos del poder).

          La falta de gracia musical la subsanarían (casi igual que como hicieron con su falta de carácter) con algún artificio eficiente, un buen truco tecnológico; un obediente y corrompido sonidista que haría que la “gremada” pasara desapercibida, bajando el volumen de las bocinas encargadas de amplificar los gritos de estrangulación que emitía el saxo del Ministro. A eso le sumaban las voces y las vitoreas pre organizadas y pre impuestas al gabinete ministerial; y ni hablar de las  primeras cincuenta filas, reservadas para invitados especiales: prensa previamente seleccionada (y bien paga), miembros de la cúpula, sus familiares y algunos contados plebeyos estrictamente seleccionados (por su probada y desinformada lealtad, poca escolaridad y susceptibidad para ser fácilmente confundidos o sobornados con bagatelas). Todos sabían aplaudir con precisión, como si la multitud fuese otro instrumento, un miembro implícito de la banda, que sonaba exactamente cuando el Ministro tocaba; como un efecto de eco que transformaba las notas mediocremente interpretadas; los aplausos difuminaban el sonido al punto de apenas escucharse. Todos lo oían, pero nadie lo entendía; “místico”, decían los lambetas que se hacían los espirituales.

          Para el resto de los músicos, todos maestros y virtuosos, era una muy incómoda falta de respeto al arte, al talento y a la esencia misma de la música. La primera vez fue conveniente llevar al mandatario a la escena, lo hicieron porque les pareció necesario para el gremio tener apoyo del recién juramentado político, poco después de la muerte de su abuelo, el General Fierro Baratario, a quien llamaban el Patriarca (se decía que García Márquez, escribió El otoño del patriarca en su honor). Pero más de una década después de aquel primer desastre sónico, los maestros lamentaban haber roto el protocolo para aceptar aquel inatinado saxofón, todo por un poquito de seguridad económica y política. Después de todo, no era fácil vivir de la música ni de ninguna rama del arte; por eso aceptaban (con sonrisas de museo de cera) las minucias que lanzaba el Régimen, para que mantuvieran las masas contentas y bailando, desinformadas, pero felices. Ahora no había manera de bajarlo de la tarima ni forma de criticar con honestidad sus (mucho menos que aficionados) solos; ¡excelente señor!”, “¡magistral interpretación!”, “¡ay de Charlie Parker o Coltrane, si aún vivieran!”. Y ni hablar de los aplausos, sin importar cuán falta de sustancia y sentimiento fuese la interpretación del Ministro ni cuán magistral y alucinante fuese la de cualquier otro de los músicos, las primeras cincuenta filas sólo aplaudían al invitado (permanente y sin invitación). Nada nuevo bajo el sol, el aplauso y el éxito pocas veces van de la mano con el talento.

       Y no se puede dejar fuera el cordón humano de policías y militares que rodeaban la tarima y las aéreas mas allá de la fila cincuenta; listos para echar afuera a los atorrantes que armaran escándalos y alteraran la solemnidad de la actividad (o sea que abuchearan o gritaran críticas al régimen; ni Fidel ni Mao tenían ese capacidad de control, el ministro era de las ligas de Gaddafi, Hussein y Pinochet). Esta vez, cansado de que algún disidente, uno de esos “muertos de hambre, mantenidos, melenudos y afeminados” como solía llamarles, capturara un vídeo de la pésima interpretación y lo difundiera (como le pasaba todos los años), usarían una grabación hecha por uno de los maestros (el de menos amor propio). El Ministro sólo tenía que mover los dedos con coherencia, cerrar los ojos y hacer como que sentía la música; un plan con escasez de escrúpulos y sin talento requerido.

          Un pequeño grupo de jóvenes estudiantes del Conservatorio Musical del Estado: rebeldes, insurrectos y músicos virtuosos, cansados de ver a sus maestros jugar a la prostitución del arte, decidieron apagar la grabación en medio de la farsa. No temían las consecuencias de su acción, contrario a los maestros y a los seguidores (tipo vacas de matadero) de las primeras cincuenta filas, no le debían nada al Ministro ni al régimen; se debían al arte y a la pureza de la verdadera estética y sentían nauseas cada vez que sonaba aquel infame saxo. Lo planearon todo con minuciosa rapidez; con la coherencia infalible (pero cándida) que da la juventud: vestidos con los uniformes de la banda escolar, burlarían la seguridad; llegarían hasta la consola del corrompido sonidista, lo amarrarían sin hacerle daño. Luego sustituirían la grabación, con una de la canción “Revolution”, de Lennon y McCartney. No llevaban armas, estaban armados con el arte y la belleza; “no nos hace falta más” decían.

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          El día del recital todo fue como siempre, solamente un pequeño (pero muy usual) escándalo en la caseta de sonido, que más de dos docenas de militares se encargaron de disipar. Se escucharon disparos y se llevaron detenidos a varios individuos, a quienes apenas se les veían los rostros, los subieron a una enorme camioneta negra y se marcharon. Lo único fuera de lo común esa noche, algo que muchos notaron, fue que el saxo del Ministro siempre se escuchó. Es cierto que los movimientos de sus dedos ni su respiración iban a tono con el sonido que parecía interpretar y que también tenía la expresión de «doberman” con estreñimiento que ponía cuando tenía que dar la cara a la prensa (no era un secreto que vivía aterrado del cuarto poder), pero de verdad sonaba muy bien, como nunca. El resto de los músicos (que ese día tenían caras de funeral), contrario al resto de las veces, sonaron por debajo de las destrezas del Ministro; una caída estrepitosa en la bolsa de la moral, una especie de mal ánimo colectivo parecía inquietarlos. Pero al final, como siempre, vitorearon al dictador, lo abrazaron y sonrieron con él.

           Al otro día, el periódico del pueblo reseñaba dos noticias importantes. La primera era el anuncio del éxito del festival y la magistral interpretación del Ministro, que otra vez se consagraba como uno de los mejores músicos de la ínsula. Se hablaba de la creación de un nuevo festival, con presencia de músicos de todas partes del mundo y de las más altas categorías, para que compartieran tarima con el “ducho” Baratio. La otra noticia, narraba un incidente ocurrido durante la celebración, en el que un comando compuesto de cinco terroristas fuertemente armados y a quienes ya se les venía siguiendo la pista hacía tiempo, fueron detenidos. Tres fueron ultimados en la escena, uno murió camino al hospital. El quinto, decía la nota periodística, se suicidó en la celda (el cliché por excelencia), con la clásica soga que aparece como el maná, de la nada. Dicen también que dejó una nota asumiendo responsabilidad, pero nunca fue mostrada; “confidencialidad por motivos de seguridad”, alegó la representante del régimen.

            En la cafetería de la plaza, mientras varios paisanos comentaban sobre el atentado, otros hablaban preocupados acerca de la desaparición de cinco jóvenes músicos muy conocidos y queridos en el pueblo; “la nueva generación de la música” decían algunos, y que se sumaban a una larga lista de jóvenes músicos alternativos y con criterio independiente, que desde hacía diez años, misteriosamente, dejaban abandonados sus instrumentos y desaparecían sin dejar rastro.

One Comment

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  1. Cualquier semejanza es pura coincidencia

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