Por: J.A. Zambrana
(Derechos Reservados)
Dedicado a mi tío Arnaldo, que fue mi Ben Kenobi; a Franky, Ismael
y mi querido Brandon: Jedis genuinos de la Primera y Segunda Generación
Hace mucho tiempo, en algún lugar de esta galaxia (en realidad menos de cuarenta años, y en San Juan Puerto Rico)…
Se supone que en esta parte (como en todas las películas) suene la música y suban las letras. Cada vez que escucho aquella composición magistral de John Williams, casi cuarenta años después de haber visto por primera vez La Guerra de las Galaxias (en adelante Star Wars), me ataca la emoción y el corazón me late más rápido (a algunos les pasa con Rocky o Indiana Jones…). Es la memoria del alma, que me lleva a finales de los 70 y principios de los 80, antes que llegara el Heavy Metal a mi vida; cuando tenía inocencia suficiente para imaginar que era un caballero Jedi que caminaba por las calles de mi querida y ahora rezagada Río Piedras. Es una reacción automática a la magia de una era que fue posible gracias a la pantalla grande, y a mi tío Arnaldo, que me llevó siete veces al cine a ver la película. La primera, que después me enteré que era la cuarta, lo que causó una confusión particular, similar a la confusión causada con las fórmulas de la Coca-Cola, unos años después. Siete veces, fui el héroe de mis compañeros por años. Un día apareció uno que alegaba haberla visto once veces, y logró destronarme de aquel sitial; pero después mi grupo de Rebeldes, se percató del carácter mendaz de aquel imitador, y le quitaron el reconocimiento. Regresé a ser quien más horas de Star Wars tenía acumuladas, lo que me convertía en gurú, en el sacerdote de nuestra religión, el Tom Cruise de aquella Cientología infantil.
Recuerdo cuando llegó la segunda película, mi favorita: El Imperio Contraataca. Ya la cosa había cambiado, mi tío estaba recién casado y la nueva esposa, aunque me adoraba, no era fanática de las galaxias ni de la fuerza, así que perdí mi guía y mi fuente económica principal para esa aventura intergaláctica. Claro que me llevó a verla, pero sólo una vez, convirtiéndome en todo un mortal ordinario. La tercera la vi con un grupo de amigos, y a mis once años, fue la experiencia más intensa y erótica que había vivido, nada podía librarme del embrujo que me causó Leia en el traje de baño de cobre; con excepción de los besos precoces de Glorimar, que sin ella saberlo, encendían las luces de mi espada. En ese tiempo, en la escuela teníamos un cerrado grupo de delincuentes inocentes que vivíamos sólo por una regla, la de la Fuerza. Únicamente nos importaba Star Wars y nada más que Star Wars. ¿Qué, qué pensábamos de Star Trek? “¿Star-quién?” Todo giraba en torno a la Fuerza y su filosofía. Algún tiempo después leí gran parte de la Teoría de la Relatividad, de Einstein, porque alguien me dijo que fue la base que usó George Lucas para crear la historia. Esa pasión por Star Wars y sus derivados, pasó a segundo lugar cuando escuché por primera vez los acordes de “Looks That Kill”, de Motley Crue, un año después (otra de mis más grandes idolatrías), pero eso es otra historia.
En mi grupo de fanáticos, no bastaba con haber visto la película, para ser un verdadero Jedi se requería disciplina y habilidad. Por eso inventaron, en el patio de la Escuela El Señorial en Río Piedras, una prueba de obstáculos, para que todo aquel (que nos cayera bien por supuesto) que quisiera ser un Jedi. Un examen de admisión que incluía brincos de bancos de cemento a árboles, de árboles a más árboles, y terminaba en otro banco de cemento. Para pertenecer a nuestro grupo, era necesario y mandatorio pasar la prueba. Si lo trato ahora creo que me quiebro; en aquellos días éramos flacos y ágiles, así que todos la pasamos; bueno, casi todos. Uno de los miembros bonafide de aquel corillo de terroristas inofensivos, no era tan ágil y en aquellos días cargaba algunas libritas de más, casi todas en sus sentaderas. Como imaginarán, el exceso de peso lo tiró hacia abajo, cuando trató de agarrarse del segundo árbol. Desafortunadamente no cayó en su abultado trasero, no; cayó sobre su brazo y se fracturó un poco más arriba de la muñeca; recuerdo el hueso partido (se notaba a través de la piel) y aquella expresión de dolor, que todavía me conmueve. De más está decir que la escuela para Jedis quedó suspendida; aunque como buenos rebeldes, nos movimos a árboles más distantes, fuera del ojo del personal escolar, y escondidos como toda una secta, mantuvimos la filosofía. Cuando el lesionado regresó el lunes, nos alegramos y firmamos su yeso con garabatos galácticos y caritas de Yoda, pero nunca lo admitimos como Jedi, así de estrictas y serias eran nuestras convicciones. Era parte de nuestro cerrado grupo de criminales en pubertad, pero no podía ser Jedi hasta que pasara la prueba; nuestra ética no nos permitía regalar posiciones a los amigos, sin importar cuán cercanos. Podía ser Chewbacca, C-3PO (Citripio), Han Solo, Lando, cualquiera, pero Jedi, imposible. Se conformó con Han Solo (disque porque que se quedaba con la Princesa), nunca volvió a tratar la prueba y todavía hoy lo lamenta. Poco después, meses tal vez, llegó el Rock, las guitarras y las bandas, y como niños que pasaban a adolescentes, nos olvidamos de brincar en los árboles y pensar que algún día moveríamos objetos con la mente y volaríamos en el Millenium Falcon. Aunque la religión de la fuerza, prevaleció en mi subconsciente.
A mediados de los 90, Lucasfilms, revisitó las películas y las lanzó al cine nuevamente. Los fanáticos originales sentimos que renacíamos en la adultez. Nuevas escenas, otras mejoradas, un mega sonido; la magia nos tocaba de nuevo. Creo que esa vez me tocó más duro, ya que para ese tiempo este Anaquín, tenía un pequeño Luke, y me di a la tarea de enseñarle los caminos de la Fuerza; esa mala manía de los padres de adoctrinar a los hijos con lo que nos gusta (también nos pasó con el Rock). Fueron largos los duelos a espada plástica, siempre me tocó la roja, él se adueñó de la verde, que, desde Return of the Jedi, siempre fue mi favorita; pero él era Luke (me dolió saber que había dejado de ser Luke, y que ante los ojos de mi hijo me convertí en Darth Vader). Creo que el chico entendió muy bien la fuerza, además, tuvo mejores juguetes. Aunque en mi vorágine de emociones, me las di de coleccionista de escenas, gasté miles de dólares en figuras y toda la mierda “starwariana” que había en las tiendas de juguetes; que como todo un obsesivo impráctico, todavía conservo en cajas que nunca se han abierto.
Casi cuarenta años después de su estreno, Star Wars parece tener más Fuerza que nunca, pero ya no es lo que fue, al menos no para mí; aquel mundo de seres místicos de otros planetas, con guerreros samuráis honorables que cargaban espadas luminosas, que me hacía olvidar que no todo en la vida es posible. Después de remasterizar las originales, a finales de los 90, como casi todo lo bueno en la vida, el amor al billete y el menosprecio a los conceptos básicos de la estética y el arte, convirtieron aquella saga épica (clásica para muchos), en un expresión de la máxima mediocridad comercial. Los tres primeros capítulos fueron totalmente decepcionantes para los fanáticos originales, para los Jedis de la primera generación. Películas con pésimas actuaciones de buenos actores (tan irónico como suena), con guiones malamente escritos. También empujaron dibujos animados para conectar las tramas de las películas originales, igualmente malos; todo enmarcado en un elemento de mercadeo burdo. Hoy veo a Darth Vader en postales de Hallmark, sosteniendo flores y chocolates; veo a Yoda en memes de autoayuda, a Chewbacca en comerciales de champú, y siento nostalgia por aquella magia de mi niñez y parte de mi juventud. Tal vez envejecí, pero ya no soy fanático de Star Wars, al menos, no del Star Wars de hoy. Pero como dije, aún me emociono cuando escucho esa pieza de John Williams, que activa una máquina del tiempo cargada de buenos recuerdos, en la que me traslado a esos días cuando junto a mi parnaso de pequeños aventureros, nos convertíamos en guardianes de la galaxia, que brincaban entre los árboles; siempre antes de que sonara el timbre en la mañana, y durante toda la hora del recreo.
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