Escribí «Los tres Santos Pillos» hace mucho, pero, para incluirlo en EL SONIDO DE LA AUSENCIA, pasó por un severo proceso de cambio que transformó hasta el título. Para leer el cuento completo y en su versión final, busque en las librerías:
Por: J.A. Zambrana
(Derechos Reservados)
“Solo a veces, cuando menos te lo esperas, el Diablo va y se pone de tu parte”: Joaquín Sabina (Pacto entre caballeros)
–No mires para atrás, retira todo el dinero, y quédate tranquilo –me dijo una voz desconocida, con tono muy vulgar, como de cantante de música urbana.
No lo escucho acercarse. Tal vez porque estuve toda la tarde y parte de la noche, recibiendo un tratamiento alcohólico para el coraje, en un bar repleto de risas, música y coristas desentonados pero valientes, que cantaban al ritmo de los tragos, una versión de «El Rey» (la de Luis Miguel). El dolor de una ausencia no me deja tranquilo y me arde hasta en los huesos; por eso trataba de infundirme valor para ir a casa, abrir la gaveta del escritorio, sacar el revólver y pegarme un tiro. Para mi lamento, la terapia de alcohol intensiva, fue interrumpida por un antipático hoyo negro en mi billetera. Así que me lancé a buscar un cajero electrónico por las calles de mi Viejo San Juan, con dos de cada tres faroles apagados, adoquines turquesa matizados con costra vieja, y esencia de orines en cada esquina, pero cubiertas de coloridas y hasta extravagantes decoraciones navideñas, colgadas por todas partes. Es cinco de enero, por las ventanas y escaparates, se ven las figuras, carteles y luces, alusivas a los Reyes Magos. Cargo demasiado alcohol para mi volumen, además de una buena dosis de otras sustancias veniales (de dudosa procedencia) que se mueven en remolinos dentro de mi cabeza; mis sentidos están lentos, y no tengo una noción muy clara de lo que pasa alrededor.
Reacciono contrario a lo que me ordena, trato de voltearme y al instante siento un objeto sólido que me detiene. El ratero no es muy alto y estoy seguro que no le ha excitado verme, ya que la dureza que presiona, está muy por encima de mi cintura; casi a mitad de la espalda.
–Te dije que no mires para atrás; guarda el dinero en el bolsillo y ven conmigo.
–¿A dónde? –digo nervioso–. Llévate el dinero y sigo mi camino.
Hace más presión y dice con tono bajo y para cagarse:
–Que camines te digo, empiezas a ponerme nervioso y el dedo se me va a escurrir.
Hace frío y una capa de sudor discurre por mi rostro. A pesar de que añoro la muerte, casi tanto como a ella, el cuerpo me falla, las piernas no parecen responder a las señales neurológicas que les envío. Quiero pensar que son los tragos; tal vez la adrenalina, que comienza a calentarme la sangre, que me contrae el estómago y casi lo desborda en plena calle. Sé que no es miedo lo que siento; es euforia, una emoción de locura que me causa esa torcida idea de enfrentarme a la muerte una vez más; “he muerto tantas veces”. Incluso en estas circunstancias, no puedo evitar pensar en ella, el doloroso recuerdo de su última mirada. Me arropa de nuevo esta melancolía maldita, y deseo desde lo más profundo de mi alma, que el caco apriete el gatillo y acabe conmigo; que me deje morir en la calle. Me volteo de golpe, a ver si de verdad se le escurre el dedo. Pero no es tal mi suerte, casi se cae de la sorpresa, y me empuja con fuerza contra el vehículo detenido a mis espaldas, un Hyundai azul; del que tampoco me había percatado.
Ante mi desafío de resistencia, el cañón baja unas pulgadas y presiona insistente. Veo que el asaltante no está sólo, lo acompaña otro con aspecto similar, pero mucho más bajo de estatura; y me franquea por el lado izquierdo. Parece un pigmeo disfrazado de pandillero: un pañuelo rojo le cubre la cara, gorra de los Yankees de Nueva York, pantalones azules, tan grandes que parecen bailar en su cintura, y una enorme camiseta amarilla con la imagen de una AK-47; el perfecto cliché del caco moderno.
–No sigas haciéndote el pendejo y súbete al carro –me dijo al oído, murmurando sin despegar los dientes.
La poca mente que me queda, hace su trabajo valorativo, sé que si subo a ese pedazo de chatarra coreana, mi vida terminará en tan incómodo espacio, y seguro con la cabeza baleada. Nada de muertes heroicas, ni rodeado de gente querida; nadie escribirá mi historia, ni canciones en mi nombre; sólo seré una estadística sin rostro, en una página de periódico; otra víctima del crimen rampante de un isla que se desmorona bajo mis pies. Subir o no subir…
El sonido de la ausencia está disponible en: Librería La Tertulia (Río Piedras y El Viejo San Juan); Librería Norberto González y Librería Mágica, en Río Piedras; Libros AC en Santurce; Biblioservices en Hato Rey y https://www.librosondemand.com/products/el-sonido-de-la-ausencia
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