Por: J.A. Zambrana
(Derechos Reservados)
Llego al lugar de encuentro, casi una hora antes de lo acordado. Nada que ver con formalidad, siempre llegó tarde a todas partes. Hoy son los nervios, que presionan inclementes y me arrastran hacia esta puntualidad involuntaria y desproporcionada. Decidí venir caminando, son sólo tres millas desde casa. El ejercicio me pareció más terapéutico que la gasolina. De camino, me detuve en un lugar de la avenida Domenech, que se especializa en crepas; muy acogedor. No tenía apetito. Me tomé dos cafés; dos tazas de catorce onzas, con ración de café triple la primera y doble la segunda. Excelente combustible para repuntar la intranquilidad. Salí de ahí, y con la motivación del miedo y la cafeína, crucé la urbanización Roosevelt. Rememoré momentos de mi niñez: el cine (que ahora está a todo lujo); el parque de pelota, en el que me bañaba con tierra; la casa de la abuela, que está vacía hace tiempo. Me vi con cinco años, corriendo bicicleta en la placita del barrio, mientras mi padre se llenaba de gracia con los espíritus destilados, que servían en la cafetería del viejo Zayas.
El punto de encuentro, es la calle que cruza entre el Conservatorio de Música y el restaurante El Zipperle, en Hato Rey. Felipe no ha llegado. Marco su número. Dice que llegará en menos de cinco, que lo espere para ir un rato a la barra del restaurante: “Tenemos tiempo”. Lo espero. Entramos. El ambiente, a pesar de ser oscuro y tranquilo, no me sirvió de mucha utilidad en materia de relajación. Este lugar fue toda una leyenda de la gastronomía de San Juan. Por casi tres décadas, el punto de encuentro de ejecutivos, “yuppies”, políticos; de todos los que estaban “in” y podían darse el lujo de pagar la cuenta. ¿Cuántas bodas de la “creme della creme”, se celebraron en El Zipperle? Hoy parece el comedor de un pueblo fantasma; solamente meseros cansados y una vetusta pareja de comensales, que parecen ser clientes desde antes de la inauguración. En la barra, hay un televisor que transmite un programa de noticias, que antecede al de chismes (el de los monigotes que sustituyeron a la muñeca). Pedimos dos cervezas del país, y comentamos la decadencia del restaurante. A la tercera ronda, suena mi teléfono (en realidad vibra). Es Emilio, dice que está cerca. Mis nervios reaparecen de la manera más cruel: en forma de trinquete estomacal con señales de desborde no autorizado.
–Estoy en el Zipperle –le digo–. Me siento camino al matadero, y trato de embriagar la ansiedad.
–Pero que bobo (lo cierto es que me dijo pendejo), si es sólo una entrevista. Además, vas a estar entre amigos. Apresúrate que ya llegué.
Pagamos la cuenta; no miento cuando digo que no recuerdo quién pagó. Todo lo demás fue rápido. Subo al Jeep de Felipe, seguimos a Emilio por algunas calles del área. Llegamos en tres minutos. Me bajo y camino con pies de plomo, en serio que estoy asustado. Alguien nos abre la puerta, no lo veo porque está oscuro; sólo identifico siluetas contra la penumbra. Entramos a la emisora. Subimos una escalera. Sin preocupación en la voz, Emilio nos advierte del borde de una pared: “Cuidado con sus cabezas”. Pasamos al estudio. Nos acomodamos en las sillas. Hablamos un poco, se burlan de mis nervios. De repente, Sixto, el chico que abrió la puerta y controla la consola, nos dice que queda un minuto. Siento mareos, la boca seca, la garganta parece hecha de lija; comienzo a toser. Veinte segundos. Miro a Felipe, luego a Emilio. Respiro tan hondo, que casi dejo en vacío la atmósfera de aquel pequeño cuarto con paredes mullidas (como en los manicomios). Diez, es lo último que escucho antes que se dispare la música, y Sixto diga con entusiasmo: “¡Comenzamos!”.
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