Fragmento de: Tiburón

La segunda novela de J.A. Zambrana

(Derechos Reservados)

        Veo sus labios moverse, pero no escucho lo que dice; suele pasar cuando algo no me interesa. Estoy sentado en el área cerrada y exclusiva para clientes VIP de un lujoso restaurante en un hotel del Condado. Sin esconder mi aburrimiento observo la copa llena hasta la mitad, espero impaciente el momento para marcharme. Entré por la parte trasera, por el área de carga. Trato de pasar desapercibido; en los vestíbulos principales siempre aparecen marginales con mal aliento, que te abrazan sin permiso y te toman fotos sin darte tiempo a mirar la cámara. Fui invitado por un arquitecto a quien, hasta hoy, no conocía personalmente y que ostenta un contrato de siete millones por varias remodelaciones ridículas que bien valen menos de dos. No para de hablar, no puedo entender cómo come y bebe sin callarse; es asquerosa la acumulación de residuos de comida en las comisuras de su boca.

           Desde el comienzo de la conversación, incrustó una pata en el bote de los errores, mucho más arriba de la rodilla, casi llegando a los testículos, cuando con mucho orgullo (forzado por supuesto) me informó que había sido un gran amigo y hasta confidente de mi padre. No recuerdo que el viejo lo mencionara. Vine a insistencia de Palomares, que anda loco con la dirección de la campaña e insiste en que le dedique unos minutos a este baboso, porque es un gran amigo del partido y después de media botella de vino, la cartera se le abre más rápido que las rodillas de una colegiala la noche del baile de graduación. Después de la cuarta copa, cuando ya no puedo escucharlo más, le confirmo que mantendrá su minita de oro fácil, y me levanto para marcharme. Pero, me agarra del brazo y me pide que me quede un minuto más, que quiere obsequiarme un pequeño detalle. Me entrega una caja que tiene bajo la mesa. “Para usted, con mucha humildad”, me dice sonriendo como hiena ante carroña. Dentro hay un Rólex, modelo Submariner; una edición especial con detalles dorados y una aleta de tiburón en la parte inferior de la masa, exactamente al lado de donde dice “swiss made”.

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          –Sé que no le gustan las prendas de oro.

          –No me gusta ninguna prenda. Sólo uso relojes porque soy obsesivo con el tiempo –le respondo con incomodidad y a punto de salir corriendo, ante ése explícito despliegue de ilegalidad.

          –Me advirtieron que prefiere Omega, pero me había tomado la libertad de hacerle un pedido especial y personalizado para usted.

          Agarro el reloj. Observo con detenimiento la aleta. ¿Quién se creyó este hijo de puta? ¿Acaso me toma por cantante de hip-hop o proxeneta de mediana categoría? Me provoca tanta ira que siento que los ojos me van estallar y quisiera golpearlo con la botella en el medio de la mesa. Una aleta, pero será idiota. De seguro hacer la modificación le costó algunos dólares. Debe haber unos treinta mil aproximados en ésta cena: casi veintisiete en el brazalete para dandis y el resto en dos botellas de Domaine Armand Rousseau y una comida de sabores tan exóticos que no entendí ninguno. Le devuelvo la caja y en voz alta le agradezco el gesto; si el muy cabrón me anda grabando, quiero dejar claro el record. Con un estúpido tono de entusiasta de self-help, le digo:

          –Adelante, póngaselo usted a ver cómo le queda.

          El viejo ridículo, riendo y sin pensarlo se quita su brillante Rólex Presidencial, hecho con casi medio lingote de oro y decorado con diamantes, que bien vendidos alimentarían un pueblo completo, y se coloca el obsequio devuelto en nombre de la ética. Le digo con la madre de los cinismos:

          –¡Caramba, que bien le queda! Debería quedárselo. ¿Sabe qué? No se lo quite en mi presencia; me honra.

          Le pregunto quién le dio el dato acerca de mis gustos en relojería; imagino que fue la analfabeta de mi secretaria que no sabe de ortografía ni de quedarse nada callado, o tal vez fue el lame suelas de Dobleletra, para congraciarse adjudicándose la autoría del regalo. Pero no, para mí sorpresa, fue nada menos que el oportunista de Fuentes. Según el arquitecto: “La última vez que se reunieron”. ¿Qué hacía Fuentes reunido con esta comadreja y sin decirme nada? Me levanto para marcharme y extiendo los brazos como para abrazarlo. Cuando se acerca, con una mano atisbo su pecho para saber si carga algún micrófono y con la otra le aprieto la oreja derecha, como si quisiera arrancarla. Alberto, mi chofer, interpone su gran humanidad y sirve de cortina para que de las otras mesas no vean lo que pasa. Con un susurro amenazante le hablo pegado por el lado izquierdo. Le digo que no se atreva a insultarme de esa manera otra vez, con bagatelas para cafres y cantantes de música urbana.

       –Idiota, los grandes amigos de mi padre no necesitan recordármelo; los conozco desde niño. De ahora en adelante, cada vez que se reúna conmigo, utilizará la piececita ridícula esa. De seguro el suizo que la diseñó estará avergonzado de por vida, al prostituir su arte con semejante mierda. Otra estupidez como ésta y usted y sus negocios se acabaron. ¿Entendió? Ahora lo voy a soltar y mejor le vale hacer como que nada pasó.

          Me separo y le sonrío con la hipocresía que nos caracteriza a los buenos políticos. Le estrecho la mano y le pregunto con aire casual:

          –¿Hace mucho que se reunió con Fuentes?

         –No, hace dos días –lo dice nervioso y moviendo las manos–. Lo visité a la oficina, para entregarle un sobrecito con cinco mil. Un asunto de recaudación, ya sabe: las taquillas para el desayuno del mes que viene. ¿No se lo dijo?

           –No, no me dijo –nunca lo hace, pensé–. ¿Cinco mil dice?

          –Cinco mil quinientos, para ser exacto –todavía está asustado, tiene pálidos los labios.

           –Trato de no meterme en esas cosas. Además, no me gusta saber que mis empleados reciben dinero en las oficinas –eso lo asusta más–. Hágame un favor, de ahora en adelante no tiene que pasar tanto trabajo ni tampoco meterme en líos. A partir de hoy comuníquese con Lemuel Latizo, el se encargará de visitarle para esos asuntos. ¿Lo conoce?

          –Claro, es al que le dicen Doblesletras.

          –¡Exacto! Llámelo a cualquier hora, cuando más le convenga; en especial en las noches y fines de semana. No se preocupe, Lemuel adora servirme sin condiciones.

          Camino al carro, recapitulo los eventos. Es el noveno contratista que se reúne con Fuentes este mes. Además, en la lista de recaudaciones que me entregó Dobleletra, decía que el arquitecto aportó cuatro mil. Sé que de igual manera sangró los sobres de los otros ocho; todos pagaron en efectivo. Tenemos una rata entre rateros. Además, estoy seguro que le sopla chismes al otro bando. Ya es tiempo de mostrarle a esa sanguijuela de dos centavos, quién carajos es el Alcalde y porque me llaman Tiburón…

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