La cándida solemnidad de las fiestas

Por J. A. Zambrana

(Derechos reservados)

Se acabó la Semana Mayor, también los cuarenta días de ayuno que endilgaron los políticos y religiosos con dientes de sable, y todo sigue tan jodido como estaba. Tal vez más, con el tajante panorama político y económico que nos «cobija».

Días antes del viernes mayor, pasó lo de siempre: el despliegue de llamados y convocatorias ridículas, con lánguidas frases tomadas de los más insípidos clichés de autoayuda, para que se utilizara la solemnidad de los días festivos y religiosos, como herramienta de reflexión para mejorar el alma, el ser y, por ende, la sociedad. Nos exhortaban a tomar y seguir los ejemplos de los personajes de la mitología religiosa, en especial Jesús. A doblar las rodillas y orar con fervor; todas esas mierdas que se les ocurren a los que dependen de cerrar los ojos y esperar. Porque es de eso de lo que se trata la oración, el ayuno y todo el andamiaje de pedirle a Dios: de no hacer nada, sólo cerrar los ojos y esperar.

¿Existe la solemnidad de las fiestas? Cuando los días festivos son en realidad mecanismos de mercadeo, consumo y hasta de manipulación política, y significan para la mayoría de los ciudadanos: ocio y días pagados sin trabajar. Los feriados de tipo religioso, no son la excepción, pero tienen algún arraigo particular en la gente, debido a las posibles buenas experiencias que les representaron en algún momento particular de vida, en especial durante la niñez.

Para la mayoría de las personas de este país, la Navidad y la Semana Santa (épocas en que se nos llama a reflexionar), eran, en efecto, épocas de fiesta en el aspecto más literal de la palabra. En lo personal, puedo decir que representaban las vacaciones de escuela más largas, después de las del verano; lo que las hacía fechas muy esperadas, no por la gloria del Espíritu Santo, sino por la presencia de mis amigos en el barrio, ya que estaban todos libres para el juego y la aventura. Recuerdo que la Navidad era la familia, los regalos y el sabor de los pasteles; mientras más regalos y más comida, más feliz era la época. La familia creció y se dividió, los regalos disminuyeron y alguien se dio cuenta de que se podían vender pasteles todo el año: así murió la solemnidad de mi Navidad. En el caso de la Semana Santa, lo solemne estaba en el pescado en escabeche, las verduras hervidas y el maratón de películas de Charlton Heston; a quien no puedo dejar de relacionar con el Viernes Santo, a pesar de haberle visto dirigiendo las filas del NRA y justificando los asesinatos cometidos con el uso doméstico armas de fuego. Aquel día de mi niñez, diez años para ser exacto, en que por necesidad (nada de irreverencia) comí carne un Viernes Santo y no me envenené ni caí muerto, fue tan revelador y decepcionante como el día que vi a mi madre poner los regalos de Navidad debajo del árbol.

Nuestra sociedad, tan malamente marcada por la política partidista y represión religiosa, depende y pone sus esperanzas en una solemnidad que no existe o que hace mucho se perdió. Lo único solemne que permea hoy día, es el bienestar individual y llevarnos por el medio al que sea para obtenerlo. Eso lo tenemos demasiado metido por dentro y no creo que haya forma de cambiarlo, no en esta etapa de la enfermedad; de ese cáncer del egoísmo, que está tan profundo y avanzado que es incurable. Lo más triste de todo, es que la generación que viene está tan contaminada o peor que la actual. Sólo nos resta seguir comiéndonos entre nosotros, hasta que ya no quede ninguno. Llámenme fatalista, pero con el panorama que se avecina (el económico-social-político), sólo nos queda apertrecharnos con agua, comida, licor (o la droga predilecta) y un cuchillo bien afilado, y luego sentarnos frente a la pantalla negra, a ser testigos del fin de nuestro mundo, como hoy lo conocemos…

¡Au revoir, Monsieur Mother Fucker!

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