Aullidos sobre la alfombra

(Derechos Reservados)

Con un certero disparo en medio de los ojos, el cazador mató al lobo. De inmediato le entregó a la abuela, algo ensangrentada, pero sana y salva. Luego, ante los ojos de la joven mujer, de un tirón le arrancó la piel al cadáver y se la obsequió para que la guardara como recuerdo del peligro que enfrentaron. Esa acción de pura valentía y fuerza, sumada a la hermosa piel del lobo que todavía expedía el olor del violento animal, una escencia que le resultaba muy seductora, dejaron revueltos los antojos de la Caperucilla, que se desbordó en agradecimientos y no pudo, por más que intentó, ocultar la inquietud que sentía. Tratando de contener la incontrolable coquetería que la invadía, lo invitó a cenar; él, al percibir el calor en la mirada y entender sus posibles intenciones, aceptó. Cuando entraron, ella colocó la piel del lobo, aún sangrante, frente a la chimenea encendida, justo en el medio de la sala, para que sirviese de alfombra; el roce con el pelaje le erizaba su propia piel. Siempre le excitó saber que un peligroso salvaje merodeaba su cabaña; constantemente, en especial en las noches de luna llena, fantaseaba con su furia e imaginaba como se sentiría entregarse a ella; lo sentía en las noches aullar y mordía la sabana, para contener sus propios ruidos. Ahora ese salvaje, yacía tirado en el medio de su estancia, y a pesar de ser un retazo inerte de piel con pelos grises y negros, le provocaba tanta inquietud y excitación, como cuando rondaba su ventana en las noches con lunas brillantes.

Durante la cena, no podía dejar de mirar su nueva alfombra, ni tampoco al invitado, a quien observaba con detenimiento, sentía cosquillas que se condensaban en su ropa interior y pasaban a la tela de la silla. Con el rostro del color de su capucha, por el pudor, pero envalentonada por las vibraciones magnéticas y calientes que le hacía sentir la piel del lobo, extendió una de sus piernas debajo de la mesa y acarició al hombre todo y cuanto pudo, atisbando sin ninguna coordinación la dureza aprisionada en sus pantalones, y logrando que los ojos de este se convirtieran en fuego y la quemaran con la mirada. El agarró el pie que lo torturaba y comenzó a acariciarlo con firmeza, luego lo apretó contra su entrepierna, enviando corrientes que la hacían jadear en voz baja. La abuela no parecía percatarse de nada, hablaba, pero ninguno escuchaba; se tocaban con las miradas, y los ojos proferían gritos de deseo. Cuando llegó el momento del postre, ella se zafó los primeros tres botones de la blusa, y al inclinarse para entregar la porción del cazador, dejó ver la firmeza de su pecho, exitado, endurecido y puntiagudo. El respiró profundo y acercó su rostro lo más que pudo, para sentir el calor de la mujer, y hasta le metió una mano por debajo de la falda, pero ella, muy alevosa se alejó, dejándolo con deseos de más.
Después de cenar, llevó a la abuela a la cama y cuando la sintió dormir regresó a la sala, donde el hombre la esperaba ansioso.

Sin pensarlo, frente al fuego de la chimenea dejó caer su capucha roja y extendió los brazos en señal de invitación. Se abalanzaron uno sobre el otro y se entregaron a la lujuria más vibrante y apasionada que jamás conocieron. El no perdió el tiempo y con furia comenzó a desnudarla de prisa, rompiendo los botones de la camisa y arrancando de un golpe la ropa interior; ella lo besaba, mientras también trataba de desvestirlo. Cuando ya no hubo ropas, se tiraron sobre un sofá y continuaron devorando piel. Ella volvió a ver la piel del lobo tirada sobre la madera, no resistía la sensación que le provocaba, el calor; tampoco podía dejar de mirarle, una especie de trance hipnótico que se movía entre la piel y la sangre, y le provocaba una urgente necesidad de satisfacer y apagar esa llamarada oscura que la cocinaba desde adentro.
Sintiéndose dueña del momento, tomó el control, empujó al cazador al suelo, y lo guió hasta que quedó tendido sobre la nueva alfombra de la estancia, y la cabeza quedó perfectamente alineada con los ojos del lobo. Con sutileza se sentó sobre él, se acomodó despacio, para sentir cada roce de la virilidad que invadía su cuerpo; el gruñía de placer. La piel continuaba su efecto mágico, el olor seguía provocando en ella un inevitable descontrol. Los ojos del lobo muerto, la miraban, mientras se enterraba la hombría del cazador, sentía la furia de la bestia recorrer su cuerpo; se sentía lobuna y salvaje, y no lo ocultaba, gemía y respiraba profundo con cada estocada.

Continuó el ataque y fue apresurando el vaivén de sus caderas, mientras miraba al lobo fijo a los ojos. El hombre la apretó por los glúteos, y comenzó a moverla con fuerza, acelerando la velocidad y haciendo inminente un clímax glorioso. Un estallido, como nunca antes, ocurrió en el interior de la Caperucilla, su cuerpo entero comenzó a convulsar frenéticamente y la explosión salió por su garganta, en forma grito, de aullido de loba rabiosa. Al sentir los vestigios calientes del cazador, esparcidos en sus adentros, aulló aún más fuerte. Él se sumó al aullido y sus respiraciones se descontrolaron hasta que ambos desfallecieron y cayeron rendidos, cubiertos de una densa capa de sudor, que se escurría por los cuerpos, y que, ante las llamas de la chimenea, hacía que irradiaran destellos dorados. Por largo rato permanecieron abrazados, temblorosos y jadeantes por la fatiga que provoca el desenfreno. Ella observaba las sombras que el fuego formaba en la pared, sonreía satisfecha y acariciaba con una mano el pecho de su amante y con la otra, rozaba con delicia la piel del lobo, que continuaba exaltándola; aguardaba a que su cazador recuperara el aliento, para retomar la cruenta cacería.

Mientras, por una rendija en la madera, la abuela embelesada, observaba la deliciosa escena, suspiraba profundo y recordaba con nostalgia los lobos y aullidos de su juventud. Los observó comenzar de nuevo con la misma intensidad que antes; esta vez, su nieta estaba de rodillas, inclinada hacia el frente, con el rostro sobre la cara del lobo en el suelo, mientras él hombre, la agarraba por las caderas y atacaba desde atrás, con violentos y frenéticos avances y retrocesos. Se quedó atenta hasta verlos convulsar de gozo; les escuchó aullar otra vez y, sumida en su propio éxtasis, aulló tan fuerte como ellos.

Y (para no romper con la costumbre) colorino y colorado, con jadeos frente al fuego, esta historia ha terminado.

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