El deportivo negro (Una historia de padres e hijos)

J. A. Zambrana

(Derechos reservados)

Como olvidar aquella tarde. Al igual que todos los días de escuela primaria, mi padre nos recogía frente al portón, en la vieja guagua marca Honda. Íbamos camino a casa, cuando mi hermano gritó emocionado: “Papi, mira ese Porsche, el que te gusta”. En efecto, pasaba de prisa un 911, carrera, convertible, negro; el carro favorito de nuestro padre. Lo elegía sobre cualquier otro, aunque fuesen más caros y potentes; excepto por lo convertible, decía que los prefería con la capota dura, que tenían más carácter; decía que los convertibles deportivos eran para chicas ilusas y maricones rudos.

Por alguna razón de vida, tal vez que me parezco demasiado a mi padre, tengo poca capacidad para medir y regular mis aseveraciones y preguntas, y aquella tarde, cuando le pasaba de lado su vehículo favorito, he disparado un humillante e hiriente: «¿Y por qué no tienes uno?». Su respuesta no llegó de inmediato; recuerdo su mirada verde indescifrable, cortarme a través del espejo retrovisor; tan serio que pensé que me castigaría por algo terrible que no sabía que había hecho. Recuerdo el silencio; mi hermano también esperaba respuesta, después de todo, él también quería uno de esos cuando llegara a grande, o al menos eso solía decir. En aquellos días, apenas era una niña de ocho años que jugaba con aquellas ridículas muñecas en miniatura, llamadas Polly, no sabía cuán hiriente puede ser para un hombre mayor de 30 años, que le cuestionen el por qué todavía no alcanzó la meta de tener su carro favorito, sin importar el precio. La respuesta de mi progenitor fue sorprendente, respiró muy profundo, y con voz de sacerdote en plena liturgia, dijo: “Porque los tengo a ustedes…”. No le creí, creo que ese día comenzaron mis conflictos con la confianza ¿Cómo era posible? Recuerdo que en aquel momento pensé que me gustaban tanto mis Pollys, que las hubiese cambiado por mi padre, sin pestañear.

No entendí lo que quiso decir en realidad, hasta décadas más tarde, cuando, luego de ahorrar dinero algunos años, me compré aquella joya de la ingeniería alemana, con la que mi padre tanto soñó; con turbo, capota dura, negro y toda la cosa. No fue hasta que mis glúteos se posaron en aquella máquina diseñada con la testosterona en mente, que entendí que mi padre era un perfecto imbécil, ya que sólo uno de grandes proporciones, podía preferir un hijo, al sonido y la vibración que anteceden a la magia de la velocidad, que parece un placer reservado para chicos. Salí del concesionario a toda marcha; el rugido de aquel motor era la banda sonora perfecta para cualquier momento. ¿Cómo pude esperar tanto para tener uno? Podré parecer una idiota sentimental, pero no podía sacarme al viejo de la cabeza. ¿Cómo puede un ser preferir un hijo? Los llantos, las malos ratos, las pachotadas y “malacrianzas”, las intransigencias por nimiedades que en la adolescencia parecían tragedias; tiene que estar loco. El ataque de recuerdos trajo una inesperada tempestad a mis ojos, no podía parar de llorar; no sabía si estaba triste o si era alegría y emoción lo que me extraía esa exagerada cantidad de lágrimas. Por algunos segundos pensé que se trataba del ciclo menstrual, pero, había pasado hacía más de una semana.

Casi de forma inconsciente, llegué a casa de mis padres. Excepto por uno que otro tiesto o flor, todo estaba igual que durante mi adolescencia, incluso el color. Todavía tengo llave y entro sin avisar. La mesa con las fotos, mi hermano y yo en todas: graduaciones, cumpleaños, mi primera comunión… Mi madre frente a la tele, café en mano, en la taza que le regalé cuando estudiaba el segundo año de bachillerato.

—¿Y pá’? —pregunté con un raro apuro.

—¡Buenos días! Tu madre está muy bien; gracias.

—Perdón…

Le pedí la famosa “bendición”, le di un beso en la mejilla y le pregunté cómo estaba. Después de un breve resumen de los asuntos de mi hermano, que no deja de ser adolescente y ya raspa los cuarenta, me dijo, casi resoplando, tu padre está en el patio; “ya sabes”…

—¡Bebiendo, como siempre!

Salí corriendo, estaba sentado frente al huerto que hace quince años comenzó y aún no termina; una lata de cerveza en la mano y la mirada perdida en algún recuerdo que parecía reflejarse en el tronco de una planta de plátanos, o tal vez guineos, nunca las distingo (él tampoco puede). El perro, que ya está más maltrecho que mi padre, trató de levantarse, pero no pudo. Al percatarse mi padre de mi presencia, se incorporó de un salto, pensé que se caería la cerveza, pero su expertise manejando el licor, era implacable. Me dio un abrazo cariñoso y me preguntó si quería una.

—Tengo una neverita acá afuera, no me gusta abrir tantas veces la nevera de la cocina.

—No te gusta escuchar a mi madre, cada vez que la abres.

Sonrió, suspiró resignado y abrió una lata para mí. Detesto la cerveza, pero, me gusta tomar con él, es un borrachón de lo más interesante, suele escuchar de una forma extraña, parece ignorarlo todo y casi nunca opina, sólo hace preguntas difíciles de responder o analogías absurdamente lógicas, que llevan a repensarlo todo; cuántas veces deseé un simple sermón, como hacían todos los padres. Cuando lo veo inclinar la lata y llevar el codo a su punto más alto, le disparo la noticia.

—Lo compré…

Casi escupe la cerveza y giró la cabeza, le salió un siniestro y gracioso “naaaaa”, sumado a la sonrisa de un niño frente al árbol, la mañana de navidad.

—¿Dónde está?

—Frente a la casa.

Se incorporó más rápido que cuando me vio llegar.

—¿Y qué carajos estabas esperando para decírmelo?

Le entregué la llave y corrí tras él. No tardó en cruzar la casa, que no es grande, pero él ya no acostumbra a caminar tan de prisa. Madre nos vio, frunció el ceño y nos siguió con una mirada inusualmente silenciosa. Ya frente al carro, la cara de mi padre era pura perplejidad, de una alegría eufórica similar a la del día de mi graduación de la Facultad. Le dio la vuelta y sólo se le escapó un casi inaudible, “wau, que belleza”. Abrió la puerta y lo observó por dentro, no se atrevía a entrar.

—Siéntate —le dije.

—¿De verdad? —me dijo tímido, incrédulo.

—¡Claro!

Se sentó, respiró profundo… “que bien huele, a gloria”, dijo.

—Enciéndelo.

No tardó en girar la llave, la música automotriz de válvulas y cilindros, retumbó de inmediato. Su rostro era de éxtasis; aceleró y cerró los ojos para escuchar.

—¿Quieres dar una vuelta?

“Por supuesto”, contestó y salió del vehículo. “Tú manejas”

—No seas bobo, anda y siéntate, sé que te mueres por probarlo.

—¿Se me nota? —dijo riendo nervioso—. Pero no debo, ya me tomé más de cinco y no quiero que por mala pata le suceda algo.

Se inclinó, apagó el motor y lo observó otra vez; se le escapó una carcajada espontánea y me entregó la llave.

—¡Pero, papá!

—Te felicito hija. Llega un momento en la vida de todo padre, en que le toca vivir a través de los ojos de sus hijos; verte detrás de ese volante, es casi como si guiara yo. Espero que lo disfrutes y no lo estrelles muy pronto.

Me abrazó, me dio un beso en la frente y se alejó riendo hacia la casa. ¡Qué tipo mi padre! Entonces, no sé cómo ni de dónde, salieron aquellas palabras:

—El carro es para ti, así que regresa, súbete y acaba de correrlo.

Se volteó, vaciló, me dijo que estaba loca, que dejara la broma; que, qué me había dicho Fito, su mejor amigo, y otras mil locuras para negarse. Ante mi insistencia me pidió que lo devolviera. Fueron muy largos los minutos en los que se negó a aceptar el “improvisado” regalo. No lo entiendo, cuando al fin lo aceptó, me abrazó y se echó a llorar; luego, en vez de salir a manejar el carro de sus sueños, entró de prisa a la casa para decirle a mi madre que su hija le había hecho el mejor regalo de su vida, y una hora más tarde, salimos los tres a probarlo al fin. Mi madre no paraba de regañarme, “has despertado al niño”, decía, pero sé que en el fondo también se alegró. Verlo manejar emocionado, más de lo que me emocioné yo cuando lo compré, fue vivir a través de sus cansados ojos verdes. Ese día me fui en la vieja guagua Honda, que me llevó por años a la escuela, y sentía una rara satisfacción que no volví a sentir hasta el día en que nació mi hijo.

Mi padre disfrutó su anhelado juguete, pero no tanto como hubiésemos querido, murió cuatro meses después. Resulta que el muy terco cargaba una condición que no se quiso tratar, y se lo había comido por dentro. Sólo se lo dijo al compinche de Fito, su mejor amigo, a quien le dejó todas las instrucciones para después del fallecimiento; entre ellas, la devolución del deportivo negro a la dueña original; también dejó arreglado un largo viaje para mi madre y dos acompañantes (sus hijos claro está), para que la vieja conociera Venecia, todo se pagaría con uno de sus seguros y otras regalías; siempre solía decir que valía más muerto que vivo.

No fue una sorpresa, encontrarme una nota en la solapa al lado del espejo, que años después todavía la conservo en el mismo lugar. Cada mañana, cuando enciendo el carro y siento el rugir del motor, la recuerdo y veo el rostro de mi padre, recitarla en el retrovisor: “Gracias por la experiencia, me sentí como el ciego de la película de Al Pacino. Una máquina excepcional. ¡Que movimientos! Pero, ni por cien iguales a éste, hubiese cambiado un solo segundo contigo. Maneja con cuidado, siempre estaré sentado a tu lado”.

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